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En Memoria de Alfredo Corvalán (10 Ago 1935 – 24 Jul 2023)

Dos pulmones, mil corazones

Posted on Oct 9, 2015

Uruguayos en el Hernando Siles.

Uruguayos en el Hernando Siles.

La selección uruguaya silenció a un estadio que explotaba al principio pero que, vaya cosa del destino, se quedó sin aire

Las piernas pesan mil toneladas. La película trascurre en slow motion. Cómo falta el aire. Todo parece ir lento. Menos la pelota. Esa sí que va recta y endiablada. Pero Muslera siempre se queda con ella. Y entonces, el sofocón pasa, el aire vuelve.

«Vamos a tener que esperar», le dice un padre a su hijo de unos nueve años que tenía la ilusión tan alta como el Hernando Siles de ver una nueva selección boliviana. Eso le habían prometido. Tener algo de que ilusionarse, aferrarse ante la carencia de ídolos de turno.

Porque eso había afuera, entre el chancho frito con escabeche, el anticucho o el pollo también frito que devoraban los locales, había clima de que algo nuevo estaba por empezar.

«Proceso de cambio», le llaman. Algo así como la bandera que lleva Evo Morales en política.

Y claro que va a tener que esperar. Porque ahí está Godín que corre como cuando jugaba en Cerro y entrenaba en el Pantanoso. «Uruguayo homosexual», le gritan lo locales. Vaya insulto soft. Hasta inocente, que dispara la risa. El capitán está en otro planeta. Sí el Hernando Siles es el techo del mundo, ahora es el techo de la casa de Godín. Ahí plantó bandera. Se ve que le habla a Josema como si fuera su hijo. Se miran cómplices. Se buscan. Y aunque no se escucha se sabe qué le dijo, que por ahí, este 8 de octubre de 2015, no iba a pasar nada ni nadie. Como para tatuarse otra fecha.

Cuesta respirar desde que se baja del avión en El Alto, que fue como recibir un piñazo de Hulk.

No hay ciencia ni investigación que pueda explicar cómo Josema sale como loco de la cueva y se pega un pique a muerte casi sobre el final del primer tiempo.

Está loco. En zona de vestuarios, Referí lo consultó cómo hizo para mandarse con semejante vehemencia al ataque: «Las piernas ya no daban más pero el corazón sí».

Y esa esperanza de los locales de ver algo distinto que había en el frío seco de La Paz se esfumó.

No de pronto. Con el paso de los minutos. Y, vaya paradoja, con el paso del tiempo se quedó sin aire.

Pero no a los de celeste. A los de verde. Los de celeste, es cierto, caminaban, pero en el momento exacto empujaban con el mismo corazón que se puso en otras gestas.

Y entonces la esperanza local se fue. Lo explica el ruido del silencio en cada gol.

En cada barrida de Cáceres, en las trepadas de Carlos Sánchez y en el despliegue como hermanos de Corujo y González.

La impotencia de los hinchas locales la descargaban en gritos de «maricones» y «uruguayos de mierda» o en banderas «aquí vivimos, aquí jugamos».

Y también en un fantasma que andaba disfrazado por ahí con la leyenda «altura».

Ese fantasma ya se fue porque a falta de pulmones, Uruguay respondió con mil corazones que silenciaron otro estadio que con un solo partido ya le gritó «dignidad» a Baldivieso, para que se vaya, por culpa de unos tipos que llegaron para cambiar todo un día de octubre.

Olores y sabores

Hay que respirar hondo. Porque falta el aire (más si hay una escalera de por medio) pero hay que respirar hondo por que el olor a frito atraviesa el estómago sin un mordisco. Adentro y afuera del estadio la cosa es a todo fuego: sale el chancho frito, al plato o al pan acompañado en escabeche en lo que al consumidor se le ocurra. También marcha al aceite el pollo. Dicen que si en Bolivia te quedás quieto, pum, te fritan. Aunque las piernas me pesen mil toneladas camino lo más que puedo.

Hay más en el camino. Porque el chorizo navega en aguas que a pocos minutos de que empiece el partido ya tienen un color bordó. Y en parillas improvisadas el anticucho da vueltas y vueltas con sus papas cocidas y la carne roseada de vinagre en especias y un ají a base de maní. Las cholas ofertan y el público se sienta a comer. La marea roja, verde y amarilla tiene sabor: atrapa y revuelve las tripas, inunda. Pero todos comen.

«Los puedo invitar con un anticucho», resuelve el final del partido un padre con sus dos hijos chicos a la salida del estadio. Casi como un premio consuelo. Como si en Uruguay la cuestión se dictaminara con panchos de La Pasiva o en algún pelotero de alguna cadena internacional. Los chicos no sólo aceptan. También lo festejan, los goles de Godín y Cáceres ya son olvido porque: panza llena corazón contento.

Y ahí se van todos. Hacen catarsis en alto y piden que aún apoyen a la selección. Que el «proceso de cambio» se está dando y que los jóvenes serán la solución. Aunque en la tribuna hasta pidieron para que vuelva a jugar el Diablo Etcheverry. «Ponelo al Diablo, pucha carajo», gritó uno. Se ganó el aplauso como si estuviera en algún bar de moda haciendo un número de stand up.

La cultura boliviana sabe del buen comer en la calle. Por eso atrás quedó la derrota y bajando del Siles a cada paso hay alguien que ofrece un plato típico con toda la oferta que tiene poco de sano y mucho de barato y rico. Todos van para ahí. Todos comen y comparten la desazón de la primera derrota en casa ante Uruguay entre colores y olores que quedaran guardados para siempre.

 

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