Docencia masónica (2013) – Cap. 2
A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.
Libertad Igualdad Fraternidad
Docencia masónica
Libro de Alfredo Corvalán
(Continuación, Capítulo 2, primera parte)
Contenidos de la docencia masónica
Los contenidos esenciales de la docencia masónica son todos aquellos aspectos que definen la identidad masónica como patrimonio espiritual de la Orden: el Simbolismo Constructivo, el Ritual, la Tradición Iniciática, la Trascendencia, el Retorno a las Fuentes, la Fraternidad y los Antiguos Límites (Landmarks o Principios Fundamentales); que preservan los conocimientos que nos vienen de la Tradición Iniciática y de las normas relativas a la Regularidad Masónica, llamadas a preservar la real vigencia de los Antiguos Límites.
Atento a que la verdadera iniciación se da en el campo de lo esotérico (es decir: de lo interno, de lo subjetivo, de lo secreto, de lo reservado a los iniciados), la docencia masónica también debe abordar el esoterismo y el proceso iniciático. Recordando las palabras del historiador griego Heráclito: “No conoce la esencia de las cosas quien no conoce su origen ni subdesarrollo”, entendemos que el masón debe saber sobre el Derecho Masónico, el Origen y Desarrollo de la Masonería Universal y, en nuestro caso, sobre la Historia de la Masonería en el Uruguay.
A efectos de profundizar, analizaremos los ítems enunciados precedentemente.
El simbolismo constructivo
Dada la importancia del simbolismo constructivo, lo primero que el Maestro instructor debe enseñar son los símbolos, distinguiendo sus tres aspectos:
a)El símbolo como objeto tangible: El símbolo con un contenido inteligible.
b)El símbolo con un contenido subjetivo o vivencial: Nuestro ritual es el vehículo de transmisión de una influencia espiritual que opera el proceso de transformación subjetiva en lo más profundo del iniciado. El ritual es el símbolo en acción.
c)El símbolo como contenido tangible: Nosotros podemos identificar los símbolos en cualquier parte; son, por ejemplo: la escuadra y el compás entrecruzados, la letra G, la estrella flamígera, la cadena de unión, etc.Los podemos identificar en cualquier parte porque alguien nos enseñó a reconocerlos. Esta parte, naturalmente, es la apariencia, es la parte con la que el Hermano Aprendiz, en primer término, se pone en contacto. Los símbolos no sólo consisten en cosas, sino también en palabras, que son formas más abstractas y que le exigen al Hermano Aprendiz un esfuerzo para darse cuenta de que esa palabra representa algo, encierra algo.
El símbolo siempre tiene un contenido inteligible, es decir: cualquier símbolo podemos explicarlo racionalmente y podemos reflexionar acerca de lo que contiene, podemos hacer la historia de este símbolo, podemos pensar respecto de él. Así, por ejemplo, podemos explicar que la escuadra representa la materia y las leyes humanas; en cambio el compás representa el nivel superior y la vida espiritual del hombre.
El símbolo también tiene lo que podríamos llamar su contenido subjetivo o vivencial, y éste sí no podemos de ninguna manera traducirlo en conceptos. No podemos reducirlo tampoco al lenguaje, en la medida en que cada uno de nosotros ha sentido, alguna vez, que el símbolo está en alguna parte como experiencia.
Podemos llegar a experimentar el contenido subjetivo del símbolo tanto en la vida masónica como en la profana, cuando lo evocamos en situaciones determinadas y al darnos cuenta, por ejemplo, que como Maestros estamos entre la escuadra y el compás, o cuando sentimos la presencia viva de la estrella flamígera con la letra G, el hombre con la luz interior o lo que sentimos profundamente cuando en cualquier lugar vemos la cadena de unión o el Libro de la Ley Sagrada.
Llegar a tener la vivencia del símbolo es lo más importante porque representa haber penetrado con el símbolo en aquellas zonas de la personalidad humana que no es identificar ni pensar; sino experimentar, vivir el símbolo encarnándolo, incorporándolo o interiorizándolo, haciéndolo parte de nuestra existencia cotidiana. Cuando llegamos a este nivel nos damos cuenta de que el símbolo tiene un poder educativo extraordinario.
Los rituales como actos humanos conscientes activan los arquetipos que moran en el subconsciente del hombre e iluminan su interior; es por eso que tiene tanta importancia que los rituales sean practicados en forma justa y perfecta.
Debemos recordar que educar significa extraer lo que está en estado potencial para conducirlo a niveles de idealidad. Por eso es que el símbolo tiene poder educativo, porque siempre interesa mucho más lo simbolizado que el símbolo, así como interesa mucho más el significado que el signo.
Si nos quedamos sólo en el aspecto tangible, resulta que convertimos automáticamente el símbolo en un fetiche, que tiene el mismo valor que un amuleto o algo semejante. Si avanzamos un paso más y llegamos al contenido inteligible, veremos que el símbolo es algo que estimula nuestro razonamiento, nuestra reflexión, nuestra capacidad inteligente, e indudablemente estamos haciendo academia en torno a
lo simbólico; pero realmente descubrimos el valor educativo del símbolo cuando lo mostramos con situaciones completas, vivas, históricas, de la realidad humana y social.
El símbolo, por su propia naturaleza, implica la idea de trascendencia; porque pasa ciertos límites, para trasmitir un mensaje que será interpretado de diversas maneras, según nuestro nivel de conciencia.
Símbolos emblemáticos de la Masonería
Entre otros, los símbolos emblemáticos de la Masonería son los siguientes:
a) La Escuadra
b) El Compás
c) El Libro de la Ley Sagrada (éste y los dos anteriores constituyen las tres Grandes Luces de la Orden)
d) La Estrella Flamígera
e) La Acacia
f) El Delta luminoso
Haremos un breve comentario sobre cada uno de ellos. También merecerá un especial análisis el Templo de Salomón o de Jerusalén y la Logia masónica hecha a imagen y semejanza del mismo. También el ritual de apertura y cierre de la tenida, como una clara herencia de la Masonería operativa.
Las Tres Grandes Luces
Así denominadas porque el estudio, meditación y uso ritual de las mismas ilumina el camino iniciático que conduce al conocimiento. Metafóricamente, las Tres Grandes Luces iluminan los trabajos del taller, permitiendo discernir por la forma de colocación de las mismas múltiples mensajes.
El Libro de la Ley Sagrada sostiene la Escuadra y el Compás que se apoyan sobre ella, significando así que la Biblia es la principal de las Tres Grandes Luces, de la cual reciben su propia espiritualidad. A su vez el Libro de la Ley Sagrada se encuentra colocado sobre el Ara o Altar de los Juramentos, que simboliza el corazón de la Logia, donde incide el eje vertical que comunica el Cielo con la Tierra.
El Libro de la Ley Sagrada, en nuestro caso, es la Biblia, símbolo de la tradición monoteísta de Occidente, que por tal razón fue erigida como la principal de las Tres Grandes Luces de la Orden, tanto por los llamados francmasones operativos como por los especulativos. La Biblia representa el “Verbo Divino en lenguaje humano”, por tal motivo en el ritual del 1er. Grado la misma se encuentra abierta sobre el prólogo del Evangelio de San Juan, que nos dice en sus primeros versículos:
1. Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios.
2. Él estaba al principio en Dios.
3. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.
4. En Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres.
La Escuadra está generada por la confluencia de una línea recta en dos posiciones distintas y complementarias, una horizontal y otra vertical, lo que nos permite comprender otras tantas lecturas de la realidad y la capacidad del hombre para superar las apariencias y trascender hacia la Realidad única.
La línea horizontal simboliza la tierra y la materia, al tiempo sucesivo que progresa indefinidamente en un nivel o plano de realidad sin posibilidad aparente de salirse de él. En otros términos, simboliza la inmanencia, es decir, la propiedad por la cual una determinada realidad permanece cerrada en sí misma, agotando en ella todo su ser y su actuar. Se refiere así, entre otros conceptos, a la lectura literal y puramente fenoménica que el hombre puede tener de sí y del mundo. Sin embargo, dado los sentidos múltiples que poseen los símbolos, también simboliza la sumisión a la Ley que regula la rectitud de nuestros comportamientos. También la línea horizontal representa un estado de pasividad y quietud que hace posible la receptividad de las influencias espirituales.
Por el contrario, la línea en posición vertical, que confluye sobre la horizontal para formar la Escuadra, simboliza la influencia espiritual y representa el tiempo, no sucesivo, sino simultáneo y siempre presente, que al ser percibido en la conciencia nos permite trascender y por ende liberarnos de los condicionamientos y las limitaciones terrestres. En el hombre ese eje vertical, esencialmente activo, incide directamente sobre su corazón, el centro del Ser, y a partir de allí comienza a trascender y a conocer otros estados cada vez más sutiles de sí mismo, del Universo y del Ser.
Con la Escuadra se traza el cuadrado, o bien la cruz (que se forma por la unión de dos escuadras unidas por sus vértices respectivos), inseparables de la idea de cuaternario. Así se representan los cuatro elementos (aire, agua, tierra y fuego), los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, los cuatro periodos de la vida humana. Es decir, todo lo relacionado con la tierra y lo terrestre.
Por el contrario, con el Compás se traza la circunferencia o círculo, figura geométrica que es imagen del cielo y de lo celeste.Es por eso que se asocia el Compás con la luz de la maestría y con la perfección, pues es la herramienta que puede trazar el círculo perfecto. También permite trazar los límites que no debemos transgredir con respecto a ningún hombre.
El Compás como “ciencia del cielo” y la Escuadra como “ciencia de la tierra” sintetizan los misterios de la cosmogonía (historias y leyendas acerca de cómo fue creado el mundo y lo en él contenido), que son también los misterios del hombre en su totalidad.
La unión entre lo superior y lo inferior, entre el Cielo y la Tierra, se representa por la superposición y entrelazamiento del Compás y la Escuadra, el primero con el vértice hacia arriba y la segunda hacia abajo, semejándose a la Estrella de David o Sello de Salomón. Esta complementariedad, que sin embargo mantiene un orden jerárquico, está señalada por la fórmula hermética de que “lo de arriba (el macrocosmos) es como lo de abajo (el microcosmos), y lo de abajo como lo de arriba”.
Si la Biblia, como Libro Sagrado, recoge la revelación de la palabra, el Compás y la Escuadra son las herramientas que sirven para aplicar el contenido espiritual de esa revelación en el orden de la arquitectura.
También se ha hecho corresponder el Libro de la Ley Sagrada, la Escuadra y el Compás con el Espíritu, el Cuerpo y el Alma, respectivamente. Recordemos que uno de los postulados de la Tradición Iniciática de la Humanidad sostiene que el hombre se concibe como una unidad ternaria compuesta de cuerpo, alma y espíritu.
El cuerpo es perecedero y sus elementos constitutivos deben cumplir el ciclo de vida y muerte. El alma es inmortal y manifiesta una imperiosa necesidad de evolucionar hacia un estado de perfección que posibilite su reintegro al origen, impulsada por el Espíritu.
La Estrella Flamígera
La Estrella Flamígera, que luce en el Oriente de los templos masónicos, tiene su origen en el pentagrama pitagórico, símbolo a su vez del hombre regenerado, imagen realizada y transformada en Luz, a la que debemos aspirar como meta suprema del camino iniciático. Recordemos que para los pitagóricos el orden numeral comenzaba en el 2, no en el 1. Éste no era propiamente un número, sino más bien una abstracción que comprendía la totalidad de los números.
Los pitagóricos expresaban con la unidad la idea de totalidad. Así, el 3 se convierte en el primer número impar y el 2 en el primer número par. Los números expresaban, incluso, la dualidad de los sexos. Los pares eran femeninos y los impares masculinos. Así, la adición del primer número femenino (2) al primer número masculino (3) da como resultado 5, número con que los pitagóricos expresaban la Generación y que, alegóricamente, representaban con el pentagrama. Siendo éste su símbolo de reconocimiento.
En la Estrella Flamígera, la figura humana se encuentra superpuesta al pentagrama, de manera que las puntas de la misma corresponden a los cuatro miembros y a la cabeza en alto. La letra G se encuentra inscripta en el centro de la figura, en su corazón.
La Estrella Flamígera y la letra G no aparecen en los rituales masónicos conocidos hasta 1737. En aquel entonces, se relacionaba la letra G como inicial de God (Dios en inglés). Otros autores opinan que la G debería relacionarse con la Yod, inicial de la YHWH, el Nombre Sagrado de cuatro letras del hebreo. También se relaciona la letra G de la Estrella Flamígera con la G de gnosis (conocimiento sagrado que permite descubrir y experimentar lo Divino) y con la G de Geometría, el nombre “velado” de la Masonería.
En definitiva, la letra G simbolizada la participación del hombre en la naturaleza divina del Creador, y por ende su capacidad de trascendencia más allá de su existencia en la tierra.
La Acacia
La acacia es el símbolo de la iniciación y de la inmortalidad del alma, por lo tanto de la trascendencia.
También se relaciona la acacia con su nombre en griego (akakia), que significa inocencia. Es decir, pureza de intenciones para combatir la mentira, la ignorancia y la ambición: vicios que aquejan a la humanidad, simbolizados por los tres hermanos compañeros que participaron en el asesinato del maestro Hiram. Obstáculos simbolizados por las espinas de la acacia y que el Maestro Masón deberá vencer para ayudar a redimir la humanidad.
También la acacia es el símbolo de la iniciación efectiva a la que aspira el Maestro Masón y que se producirá cuando sea el momento justo y perfecto. En ese momento reconocerá su esencia divina, al Altísimo morando en su ser interior y se sentirá como parte indisoluble del Universo, del Todo.
Por último, la acacia simboliza la inmortalidad del alma y la vida futura. Para los antiguos, la acacia era una planta solar. El color amarillo de su flor simbolizaba la luz del sol. Así, el dios egipcio Horus, hijo de Isis y Osiris, el Sol que renace cada día, habría nacido bajo una acacia, símbolo del renacimiento. La madera de la acacia, madera de gran calidad, considerada por los antiguos como incorruptible, inatacable por las plagas y las enfermedades, era un símbolo de la inmortalidad del alma y de la vida eterna.
El alma es una dimensión de nuestro yo que trasciende este mundo, una esencia que ningún universo burdo o sutil puede llegar a contener. Los antiguos lo denominaban psique, anima, atman, nafs. Aunque no se encuentra al alcance de los telescopios más potentes, podemos unirnos a ella en un abrir y cerrar de ojos cuando hemos aprendido a hacerlo, a fin de cuenta el alma se halla más próxima a nuestra esencia que la mente, con la que solemos identificarnos.
El alma constituye el locus (lugar, espacio) final de nuestra individualidad. Ubicada, por así decirlo, detrás de los sentidos, ve a través de ellos sin ser vista y escucha sin poder ser escuchada. Y del mismo modo se encuentra a mayor profundidad que la mente.
Si comparamos la mente con el flujo de conciencia, el alma sería la fuente de donde emana esa corriente. También podríamos comparar el alma con un testigo que nunca aparece reflejado en la corriente, como un dato que pueda ser observado. De hecho, no sólo aparece detrás del flujo de la mente, sino también de todos los cambios que experimenta el individuo, proporcionando la sensación que todos esos cambios son propios.
La actividad del alma no sólo permanece oculta a los ojos del sujeto, sino que también elude el escrutinio científico del laboratorio. El registro de la presencia del alma se asienta en la sensación de individualidad separada que nos acompaña desde el momento del nacimiento hasta la muerte.
El alma tiene un dinamismo esencial. Platón decía que “el movimiento es la misma esencia e idea del alma”. El alma se nos presenta más como un proceso que como un objeto. Se asemeja más a un camino que a un destino. El movimiento es el principio metafísico a que se atiene el alma y, aunque su rumbo parezca muy azaroso, tiene una dirección muy definida.
Desde el mismo momento en que el ser humano aparece sobre la tierra está buscando un objeto al que amar, servir y adorar sin reservas, un objeto poseedor de tal belleza y perfección que nunca mengüe, deteriore o frustre nuestro amor. Se trata de una búsqueda que entraña muchas dificultades y sufrimientos. Nuestra naturaleza más profunda nos impele a persistir en la búsqueda de ese ideal. Toda la historia de la humanidad no es, en ese sentido, sino la búsqueda de ese objeto digno de nuestro amor, fe y esperanza. ¿Cuál es ese objeto? La respuesta que nos da la metafísica –pues es de su competencia– no se centra, obviamente, en el poder ni en el bienestar económico, sino en aquello para lo cual el alma está programada. Y el alma está programada no sólo para perpetuar su existencia, sino que tiende fundamentalmente hacia el ser y el modo de incrementarlo.
Aristóteles dijo que, en última instancia, “la causa de todo movimiento del universo es una atracción irresistible hacia la instancia superlativa del ser”, es decir, hacia el Motor Inmóvil, el imán hacia el cual se dirige la totalidad de la creación. Santo Tomás, por su parte fue más explícito al respecto y consideró que “el amor de todas las criaturas por el Infinito constituye el motor de la creación”. Una afirmación de la que Dante se hace eco cuando habla del “amor que mueve al Sol y a la demás estrellas”.
box class=»pull»]El alma tiene un dinamismo esencial. El alma se nos presenta más como un proceso que como un objeto. Se asemeja más a un camino que a un destino.[/box]
Los símbolos representan un claro a través del cual puede manifestarse el ser. Recordemos que el microcosmo refleja al macrocosmo y que, cuando no aparece ningún otro sustituto, nuestra miseria interna acaba convirtiendo el mundo en una tierra baldía. Ese amor inagotable que desafía el tiempo es, en última instancia, amor a Dios.